lunes, 24 de octubre de 2011

El comienzo del otoño.

El ambiente está cargado de tensión. No es una tensión que se acumule, por el contrario se desprende y descarga continuamente. Nos miramos los unos a los otros y nos sabemos mirados, nos escuchamos e intentamos entendernos sin mucho esfuerzo. Cuando no resulta, no resulta, y no hay problema. Veo la energía saltar en forma de chisporroteos cada vez que chocamos suavemente, con los marcos de las puerta, las mesas y las sillas. Sale volando la comida y es devuelta siempre al plato del que procedía, no hay perdida. No se acumula tensión. La hay, pero está en constante liberación, tenemos mucha, mucha, mucha. Nos violamos, con la mirada, cuando el otro está de espaldas, con palabras, escritas en la pared, nos manifestamos, no tenemos vergüenza, no hay tensión, se desprende sin parar.
Las cosas están bien, el otoño ha llegado de golpe, el cielo se ha encapotado, todo es gris y llueve, llueve sin parar. Es lo mejor que podía pasar, el cambio ya estaba tardando en manifestarse, estamos en la última semana de octubre. Ahora llevo mi jersey rojo casi granate, que me hizo mi madre a mano, de lana gorda. Es acolchado, se estira, se amolda a mi forma. Me quiere la lana y yo ronroneo dentro de ella.
Ando en una constante futurización de mi vida, me cuesta asimilar el pasado más reciente, conforme sucede se me olvida, de nuevo miro adelante y así no aprendo. De nuevo choco contra lo que ayer choqué. Repito los patrones por no ser capaz de parar a reflexionar. Pero no hay pérdida, no hay miedo, ya esta todo pactado con el diablo. Solo falta creencia, el pacto ha sido telepático y nunca he tenido al diablo frente a mi, nunca nos hemos mirado cara a cara. Aun así, sé que está ahí, solo que aun lo obvio.


Hemos comido como cabrones. El tiempo se ha parado, ahora es imposible pensar, no hay nada que pensar... el estomago está trabajando. El ritmo sigue sonando en mis oidos, Brasil, tierra húmeda. ¡Quien fuera a allí! Me olvidaría de todo. Eso si que sería parar el tiempo. Hoy, parece que estamos en Brasil. Todos adormilados.


 
Ahora ya no me reconozco. No sé hace cuanto entré en esta habitación, me siento aquí encerrado y a la vez no quiero salir. No paro de comer y de fumar, acumulo tensión en mi sesera. Estoy apático, necesito actividad pero no la provoco, espero a que el ambiente me azote. Espero a que llegue de nuevo la tormenta, mientras tanto, aquí agazapado mato el tiempo, espero. Espero verte pronto. Tengo la insaciable necesidad de verte y tocarte y sé, en el fondo asumo, que no te voy a ver. Y te asumo lejos, inalcanzable en la distancia. Y también tengo miedo de cansarme de esperar, temo liberar la tensión, por no ser capaz de soportarla. Estoy embotado, con los ojos hinchados de mirar la pantalla de mi ordenador, de leer y leer páginas del libro que tengo entre manos. Harto de estar sentado, plegado, en mil posturas diferentes, harto de toser, quedarme frío, adormecerme a cualquier hora, esperando, esperando. ¿Qué es lo que estoy esperando? Recuerdo, de nuevo choco contra el suelo. De nuevo, no me queda más remedio que ser humilde, ser sincero conmigo mismo. Te fuiste, y me llevaste contigo, y aquí solo queda mi cuerpo anhelante. Me llevaste como lleva el caracol su casa a cuestas. Y yo soy solo la baba que se quedó pegada en las aceras de la gran ciudad ruidosa y dormida. Te recuerdo y con ello me disipo, dejo de ser, me siento calentito dentro de tu cabeza, soy más en tu cabeza, como recuerdo, como anhelo, como necesidad, como amor, cariño y pasión. Que aquí en mi presente, anonadado, inexpresivo, acobardado, incapaz de mover mi cuerpo, de gestionar mi energía, de ejercer mi voluntad.
Incapaz de sacar nada de mí, me tanteo una y otra vez, inevitablemente. Busco cobijo entre las páginas de los libros que me apasionan, me escabullo de la realidad en palabras de otros, en palabras de muertos. Siguen pasando los coches, la gran hilera de coches y todo tipo de vehículos que suben por la avenida, desde el río, y más allá, y más allá aun. Abren y cierran los comercios. Antes o después, con el movimiento del viento me muevo yo. Me veo impulsado, no puedo estar aquí parado mucho más tiempo. Hay cosas que hacer, sé que hay cosas que hacer, pero me limito a verlas pasar. Y no pasa ni la mitad de lo que debería. Hay una nebulosa en mi cabeza. Necesito que salga el sol para poder pensar. Es como si me hubieran clavado un trozo de metal en mitad del cráneo, ocupa un espacio esencial para mi. No puedo pensar, olvido lo que me había propuesto hacer. Pierdo la noción del tiempo y sigo aquí, de nuevo y siempre aquí, aquí presente pero enajenado. Siempre presente y fuera de mi. Meditabundo, con dolor de cabeza, lloriqueando en soledad, incapaz de alzar la voz por encima de mis pensamientos. Callado, como un libro cerrado. Esquivo conversaciones, declaraciones, historietas, sentimientos, reyertas de todo tipo, bromas e insultos, y reconciliaciones. Estoy anulado. Lo que yo no haga no sucederá, y no sucede nada pues estoy aquí tronchado, infectado de una irrefrenable pasividad.
Mañana será otro día. Algo sucederá, todo, de nuevo empezará a girar, ¡Qué empieza ya! Y que me arrastre, necesito que el tiempo y el espacio se organicen de nuevo a mi favor, que me vapulen y me arrastren como al jinete herido atado de una pierna a su caballo desbocado.

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