Por fin consigo
salir de casa. Propulsado hacía ningún sitio. Cojo los cuatro
instrumentos básicos para moverme por el barrio: llaves, movil,
cartera y una papelote con unas pseudotareas. Bajo las escaleras y me
paro en el interior del portal, entre dos espejos paralelos que
causan el efecto de multiplicación infinita. Me paro porque quiero
ver mi estampa en tercera persona. Zapatillas de montaña un poco
carcomidas, viejo pantalón corto deportivo, abrigo de pluma, la
cabeza enfundada en la capucha de la sudadera que llevo debajo. La
cara llena de pelos, los párpados pesados y mis movimientos torpes.
El hachís de la mañana atenta contra la productividad del resto del
día, del resto de mi vida. La soledad me carcome en silencio, y yo
rumio como un venado a la sombra. Mi cabeza está viciada y por eso
huyo desamparando, los muros de mi piso se me echan encima, blancos,
rugosos, sus irregularidades se me antojan senderos intransitables.
La civilización muda que se asienta en los rincones donde se acumula
el polvo me mira amenazante. Hay cierta opresión en mi ser. Mi
estampa en los espejos paralelos es algo en lo que es mejor no
reparar más tiempo del debido. Toda la parte superior de mi cuerpo
queda abultada por el abrigo de pluma negro. Mi semblante es
inestable, pero rudo; turbio, pero firme. Soy un ser cerrado, abierto
solo y en exclusiva para las personas verdaderamente importantes. Soy
un prejuicioso, prefiero dar miedo antes de que me lo den a mi.
En mis pies las
zapatillas de montaña me hacen danzar a zancadas por el asfalto,
disfruto del aire fresco que balancea los pelos de mis pantorrillas,
es buen tiempo casi siempre el de la mañana. Me acerco al banco a
sacar dinero. Me toca esperar mientras otra persona termina sus
operaciones. Vuelvo a mirarme en el reflejo de los cristales
oscurecidos que conforman la fachada de la sucursal. Mi turno,
compruebo el saldo, todo está bien, mejor de lo que esperaba
incluso, aunque tengo deudas que aun no he pagado, como siempre.
Estoy ahorrando, entre vicios, guardo billetes en un libro titulado
El suicidio, en el capítulo
El suicidio altruista.
Siento que así llevo mejor la cuenta del dinero que guardo para el
futuro, los billetes son palpables y contables. Por el barrio solo
voy a gastar cuatro duros en alimentos, quita-esmalte, algodón en
discos para quitar el maquillaje y una esponja para la ducha. Antes
de nada me encamino hacía la biblioteca municipal, la que cae más
cerca de mi casa. Voy con una idea clara, coger Rayuela
de Julio Cortázar. Por el camino se me cruzan coches, yo avanzo
pensativo por las calles grises, dejo vagar los pensamientos, observo
a los viejos, sostengo sus miradas. Párpados enrojecidos y caídos,
abrigos de visón, peinados de rulos y laca. El peso de los años
patetiza el mantenimiento de las formas. La vida es degradante,
decrépita. El tiempo es irrefrenable y siempre tiendo a imaginar
cómo me verán desde el otro lado de la misma época. Nuestra
confluencia en el mismo tiempo es casual, asimétrica, parte
inevitable de nuestros sinos.
Llego
a la biblioteca, un bloque de ladrillos con grandes ventanales
tapados con cortinas de oficina. Un edificio poco vistoso, casi más
sumergido en la tierra que emergido de la misma, encajonado entre
grandes edificios de viviendas apiñadas, una zona tranquila y poco
transitada. Consulto las obras de Cortázar y me llevo Rayuela
y de paso un libro de relatos del mismo autor. Paso por el mostrador
donde hay un chico, una chica y un señor más mayor cuya cara me
suena de otras ocasiones. Las dos personas jóvenes se me antojan
demasiado jóvenes, ni siquiera parecen universitarios en prácticas,
pero quizá soy yo el desfasado y desorbito las cifras que manejo en
mis cálculos curiosísticos sobre sus edades.
No le doy la mayor importancia al misterio, salgo de la biblioteca y
me encamino al supermercado. Hace rato que llevo el abrigo debajo del
brazo, no hace tanto frío como yo creía, ahora es una carga de
calor innecesaria. Callejeo, subo algunas escaleras que desnivelan
ciertos puntos escondidos de la ciudad, sigo esquivando viejos,
olisqueo los parques por los que paso. Reflexiono, como de costumbre,
sobre mi situación. Me veo caminando casi por caminar, me veo
fuerte, desaprovechado, pienso en el trabajo, en el sentido de mi
vida... en lo trillado de los caminos que recorro. El barrio, mi
barrio de los último año, mi Madrid, tranquilo y lento.
El supermercado está a rebosar, hay más gente dentro que en todas
las calle de alrededor. Los pasillos son estrechos, la gente choca,
murmura y masculla palabras cobardes que van al aire, achaques,
desorientaciones y torpezas. Hay prisa por llegar a ningún lado. Yo
me acelero como contagiado. Paro en el pasillo de los cosméticos. El
guarda de seguridad tontea con una chica uniformada que repone los
productos. Él es guapo, fuerte, atlético, camina tranquilo, erguido
y ronda cada tanto a la chica desatendiendo el resto del espacio,
quizá la chica está compinchada con los cacos. Ella realiza su
trabajo a la vez que habla con él, le sonríe, le cuenta
vanalidades, su cuerpo se esconde bajo el uniforme del supermecado.
Su cara reluce sobre el cuello de la camisa, lleva el pelo recogido
en una coleta de pelo castaño. Su mandíbula, sus pómulos, son
finos y delineados, es guapa de verdad, atractiva. Solo pienso en
robar mientras están distraídos, pero no lo hago, en lugar de eso
pienso en ellos dos fornicando a escondidas en el almacén. Sin
buscarlo apenas salgo de mi barullo mental (llevo un rato subiendo y
bajando el pasillo sin encontrar lo que busco), interrumpo su flirteo
para preguntarle a ella. Lo encuentro y sigo caminando entre los
pasillos a ver si se me ocurren más cosas para llevarme a casa.
Pienso que el segurata me vigila, quizá es solo mi sensación, yo
hago como que no le veo todo el rato, hago como que no existe, me
incomoda.
Al salir del supermercado camino calle abajo hasta llegar a mi
frutería preferida. La llevan una familia de origen árabe. Compro
cuatro kilos de naranjas, dos kilos de plátanos y un pan redondo.
Todo tiene precios golosos para mi. He copiado un comportamiento de
Marina. Sus zumos. Compro fruta en cantidades desmesuradas para lo
que es mi costumbre. Cada mañana exprimo naranjas y bato el zumo con
plátanos, ocasionales kiwis y yogur natural de kefir. Para estar
energético y con la mente despejada. La frutería, como siempre,
está abarrotada, no para de entrar y salir gente. Los plátanos hay
que seleccionarlos cuidadosamente porque los baratos están golpeados
o demasiado maduros, a medio euro el kilo. Se me cuelan por los oídos
conversaciones de las viejas comentaristas de una rutina sin sabor.
Mi sabor ya lo tienen mis batidos energéticos.
De vuelta en casa empiezo a preparar una gran ensalada para comer
ligero con Bea antes de que ella se vaya al trabajo. Aun así me
entra el soponcio, y el café es un arma muy poco efectiva. La
soledad me sigue carcomiendo. Veo imágenes distorsionadas, como
cuando se abren los ojos debajo del agua, no controlo del todo las
distancias, hay un poso tóxico que el caudal del río de mis
pensamientos deja repegado en mi cabeza al pasar entre los surcos de
mi cerebro. Siento un torpe fluir, como si caminara recién salido
del huevo, aun con trozos de cáscara pegados a la espalda. A veces
las miradas parecen asesinas, las sonrisas forzadas, los gestos
esquivos... me siento “fuera de”, como en medio de un torrente,
solo estar atado a este cabo me salva y centro toda mi atención en
no soltarlo. Me olvido de mi mismo, casi suelto por momentos el
cabo, la corriente es brava y trata de arrastrame, estoy calado hasta
los ojos, llenos estos de barro, y no suelto el cabo. Oigo gritos de
desesperación, enmudecidos, aplacados en forma de arrugas y símbolos
de tiempos pasados. Mi soledad es la de siempre, la compañía una
recompensa para los fuertes.