viernes, 22 de marzo de 2013

Mi soledad es la de siempre, la compañía una recompensa para los fuertes.


Por fin consigo salir de casa. Propulsado hacía ningún sitio. Cojo los cuatro instrumentos básicos para moverme por el barrio: llaves, movil, cartera y una papelote con unas pseudotareas. Bajo las escaleras y me paro en el interior del portal, entre dos espejos paralelos que causan el efecto de multiplicación infinita. Me paro porque quiero ver mi estampa en tercera persona. Zapatillas de montaña un poco carcomidas, viejo pantalón corto deportivo, abrigo de pluma, la cabeza enfundada en la capucha de la sudadera que llevo debajo. La cara llena de pelos, los párpados pesados y mis movimientos torpes. El hachís de la mañana atenta contra la productividad del resto del día, del resto de mi vida. La soledad me carcome en silencio, y yo rumio como un venado a la sombra. Mi cabeza está viciada y por eso huyo desamparando, los muros de mi piso se me echan encima, blancos, rugosos, sus irregularidades se me antojan senderos intransitables. La civilización muda que se asienta en los rincones donde se acumula el polvo me mira amenazante. Hay cierta opresión en mi ser. Mi estampa en los espejos paralelos es algo en lo que es mejor no reparar más tiempo del debido. Toda la parte superior de mi cuerpo queda abultada por el abrigo de pluma negro. Mi semblante es inestable, pero rudo; turbio, pero firme. Soy un ser cerrado, abierto solo y en exclusiva para las personas verdaderamente importantes. Soy un prejuicioso, prefiero dar miedo antes de que me lo den a mi.
En mis pies las zapatillas de montaña me hacen danzar a zancadas por el asfalto, disfruto del aire fresco que balancea los pelos de mis pantorrillas, es buen tiempo casi siempre el de la mañana. Me acerco al banco a sacar dinero. Me toca esperar mientras otra persona termina sus operaciones. Vuelvo a mirarme en el reflejo de los cristales oscurecidos que conforman la fachada de la sucursal. Mi turno, compruebo el saldo, todo está bien, mejor de lo que esperaba incluso, aunque tengo deudas que aun no he pagado, como siempre. Estoy ahorrando, entre vicios, guardo billetes en un libro titulado El suicidio, en el capítulo El suicidio altruista. Siento que así llevo mejor la cuenta del dinero que guardo para el futuro, los billetes son palpables y contables. Por el barrio solo voy a gastar cuatro duros en alimentos, quita-esmalte, algodón en discos para quitar el maquillaje y una esponja para la ducha. Antes de nada me encamino hacía la biblioteca municipal, la que cae más cerca de mi casa. Voy con una idea clara, coger Rayuela de Julio Cortázar. Por el camino se me cruzan coches, yo avanzo pensativo por las calles grises, dejo vagar los pensamientos, observo a los viejos, sostengo sus miradas. Párpados enrojecidos y caídos, abrigos de visón, peinados de rulos y laca. El peso de los años patetiza el mantenimiento de las formas. La vida es degradante, decrépita. El tiempo es irrefrenable y siempre tiendo a imaginar cómo me verán desde el otro lado de la misma época. Nuestra confluencia en el mismo tiempo es casual, asimétrica, parte inevitable de nuestros sinos.
Llego a la biblioteca, un bloque de ladrillos con grandes ventanales tapados con cortinas de oficina. Un edificio poco vistoso, casi más sumergido en la tierra que emergido de la misma, encajonado entre grandes edificios de viviendas apiñadas, una zona tranquila y poco transitada. Consulto las obras de Cortázar y me llevo Rayuela y de paso un libro de relatos del mismo autor. Paso por el mostrador donde hay un chico, una chica y un señor más mayor cuya cara me suena de otras ocasiones. Las dos personas jóvenes se me antojan demasiado jóvenes, ni siquiera parecen universitarios en prácticas, pero quizá soy yo el desfasado y desorbito las cifras que manejo en mis cálculos curiosísticos sobre sus edades.
No le doy la mayor importancia al misterio, salgo de la biblioteca y me encamino al supermercado. Hace rato que llevo el abrigo debajo del brazo, no hace tanto frío como yo creía, ahora es una carga de calor innecesaria. Callejeo, subo algunas escaleras que desnivelan ciertos puntos escondidos de la ciudad, sigo esquivando viejos, olisqueo los parques por los que paso. Reflexiono, como de costumbre, sobre mi situación. Me veo caminando casi por caminar, me veo fuerte, desaprovechado, pienso en el trabajo, en el sentido de mi vida... en lo trillado de los caminos que recorro. El barrio, mi barrio de los último año, mi Madrid, tranquilo y lento.
El supermercado está a rebosar, hay más gente dentro que en todas las calle de alrededor. Los pasillos son estrechos, la gente choca, murmura y masculla palabras cobardes que van al aire, achaques, desorientaciones y torpezas. Hay prisa por llegar a ningún lado. Yo me acelero como contagiado. Paro en el pasillo de los cosméticos. El guarda de seguridad tontea con una chica uniformada que repone los productos. Él es guapo, fuerte, atlético, camina tranquilo, erguido y ronda cada tanto a la chica desatendiendo el resto del espacio, quizá la chica está compinchada con los cacos. Ella realiza su trabajo a la vez que habla con él, le sonríe, le cuenta vanalidades, su cuerpo se esconde bajo el uniforme del supermecado. Su cara reluce sobre el cuello de la camisa, lleva el pelo recogido en una coleta de pelo castaño. Su mandíbula, sus pómulos, son finos y delineados, es guapa de verdad, atractiva. Solo pienso en robar mientras están distraídos, pero no lo hago, en lugar de eso pienso en ellos dos fornicando a escondidas en el almacén. Sin buscarlo apenas salgo de mi barullo mental (llevo un rato subiendo y bajando el pasillo sin encontrar lo que busco), interrumpo su flirteo para preguntarle a ella. Lo encuentro y sigo caminando entre los pasillos a ver si se me ocurren más cosas para llevarme a casa. Pienso que el segurata me vigila, quizá es solo mi sensación, yo hago como que no le veo todo el rato, hago como que no existe, me incomoda.
Al salir del supermercado camino calle abajo hasta llegar a mi frutería preferida. La llevan una familia de origen árabe. Compro cuatro kilos de naranjas, dos kilos de plátanos y un pan redondo. Todo tiene precios golosos para mi. He copiado un comportamiento de Marina. Sus zumos. Compro fruta en cantidades desmesuradas para lo que es mi costumbre. Cada mañana exprimo naranjas y bato el zumo con plátanos, ocasionales kiwis y yogur natural de kefir. Para estar energético y con la mente despejada. La frutería, como siempre, está abarrotada, no para de entrar y salir gente. Los plátanos hay que seleccionarlos cuidadosamente porque los baratos están golpeados o demasiado maduros, a medio euro el kilo. Se me cuelan por los oídos conversaciones de las viejas comentaristas de una rutina sin sabor. Mi sabor ya lo tienen mis batidos energéticos.
De vuelta en casa empiezo a preparar una gran ensalada para comer ligero con Bea antes de que ella se vaya al trabajo. Aun así me entra el soponcio, y el café es un arma muy poco efectiva. La soledad me sigue carcomiendo. Veo imágenes distorsionadas, como cuando se abren los ojos debajo del agua, no controlo del todo las distancias, hay un poso tóxico que el caudal del río de mis pensamientos deja repegado en mi cabeza al pasar entre los surcos de mi cerebro. Siento un torpe fluir, como si caminara recién salido del huevo, aun con trozos de cáscara pegados a la espalda. A veces las miradas parecen asesinas, las sonrisas forzadas, los gestos esquivos... me siento “fuera de”, como en medio de un torrente, solo estar atado a este cabo me salva y centro toda mi atención en no soltarlo. Me olvido de mi mismo, casi suelto por momentos el cabo, la corriente es brava y trata de arrastrame, estoy calado hasta los ojos, llenos estos de barro, y no suelto el cabo. Oigo gritos de desesperación, enmudecidos, aplacados en forma de arrugas y símbolos de tiempos pasados. Mi soledad es la de siempre, la compañía una recompensa para los fuertes.

jueves, 23 de febrero de 2012

Catártica primavera pasada, titilando.


Me dijo: estoy aquí para ayudarte, no dejaré que te caigas. Estoy a tu lado, te abrazaré hasta que te quedes dormido. No tengas miedo. Solo estamos tú y yo, unidos en un solo punto, en medio del universo, separados de él por un abismo que no queremos salvar. Estamos bien aquí, tú y yo, no necesitamos más. Nos bastamos, pero no nos sobramos, nos necesitamos sobradamente, no sobrevivimos si no nos tenemos, aun cuando nos odiamos. Todo el mundo nos odia, solo existimos para nosotros mismos, y es un error, pero no podemos hacer nada por cambiarnos, ya lo hemos intentado, como tampoco podemos hacer nada para dejar de hacernos daño.
En sueños, me eché a llorar, ya me estaba hartando, no tenía más ganas de ese sueño. La piel comenzó a plegarse sobre si misma, creando ondulaciones, y mi órganos se separaron unos de otros, se disolvieron en el aire, se volatilizaron.
Me despierto de un espasmo en la pierna. Legañas como caracoles me cubren los ojos. La sábanas asquerosas de sudor y semen. Tersas, acartonadas. El sol colándose descabelladamente. Otra mañana más que me despierto solo, una chusta me espera. Primero aclaro la garganta, al final, uno coge respeto a ciertas cosas, y la garganta hay que cuidarla. Yo recuerdo que a mi me lo dijo mi hermano, y comentó que a él se lo dijo una amiga suya de tal manera que él siempre lo recordaba, y esa chica no debía ser nada idiota. Porque al final, uno acaba por comprender que lo mejor que guarecerse.
Pero ahora no llevo ropa encima, no tengo ninguna necesidad. La primavera entra cabalgando por mi ventana, solo el ruido de un potente torrente de coches amortigua las trompetas celestiales. Tengo los huevos pringosos, también el pelo, la espalda aun luce potentes granos de post-adolescente. Mi frente y mi nariz están brillantes de la grasa que albergan. Hoy, no me puedo quejar, las tostadas también serán de pan con rodajas de tomate cubiertas con sabroso jamón serrano cortado en lonchas como dedos pulgares. Es un poco basto, pero es un jamón cargado de mucho amor, enviado desde Badajoz, por mi santa madre que tanto me quiere a pesar de lo tonto que piensa que estoy. Que duro ha de ser eso de tener unos calavazos semejantes a mi hermano y a mi, tal y como hemos salido.
Todos se han ido, la casa es mía por unas horas. Estoy solo, y lo más divertido que puedo hacer es pasearme desnudo por la casa, y uno se cansa pronto de eso. Siempre tiene más gracia cuando pueden pillarte. Me tomo mi tiempo con el desayuno. No tengo ninguna prisa. Leeré un rato y quizá toque la batería. Siempre hago menos de lo que quisiera, casi nunca hago nada con asiduidad, apenas soy capaz de sistematizar mi comportamiento. Tengo la sensación de estar atrapado en una tela de araña que yo mismo he tejido, anclado en mis propias hipócritas premisas. Algunas miradas se me clavan y me atraviesan, facilmente ven mi fondo, porque no tengo apenas donde escorderme. Se me ve el plumero, y acabo por acostumbrarme a respetar a quienes me calan. El miedo no podrá tumbarme, dado que sé que todo el mundo creé ver. Pero todos tenemos unos grandes caracoles en los ojos que pasean cada mañana por nuestros parpados, dejando un rastro de baba que distorsiona todo lo que percibimos a nuestro alrededor.
Soy un chaval joven que desperdicia su tiempo, minusvalorándolo indebidamente. Consumo con ansiedad el hachis que me queda, con la idea de no pillar más. No fumar más, mañana volver a intentar lo que no conseguí jamás. Engañarme es lo que mejor se me da, pero no puedo engañar a nadie más. Salgo a la calle con alguna tonta excusa, apenas me pongo algo de ropa ya se me ha olvidado lo que quería comprar. En realidad solo quiero pasear, hace un día magnifico, y no hay nada que me apetezca aprender hoy.
Nada de esto me lo creo ni yo, aunque la música me revienta los odios, los gritos me sobrecogen y me hace vibrar, todo está muy lejano, fue grabado hace años en estudios a kilómetros de donde yo deambulo. Estoy perdido, busco el imposible en la mañana de la cotidianidad. Los problemas no están aquí, pero tengo que crear mi propia novela, sentirme especial. Aunque ahora no halla ninguna chica que me quiera follar, hoy no pienso sentirme mal. Aun tengo tiempo, tengo muchas cosas en las que pensar. Mientras no sea capaz de organizar ciertas ideas no podré avanzar. Necesito claves, asideros. Pero estoy tranquilo, el camino se hace andando.
Sufro ataques de ansiedad leves. Mis músculos se agarrotan, mi corazón comienza a palpitar violentamente, mi mandíbula inferior a bailar sobre al un ritmo de rock duro. Una neblina oscura me ataca por los flancos, me apoyo en la puerta para recuperar la respiración, mi cuerpo se cae a cachos, soy joven y ya estoy cascado, tengo que volver a empezar. Salgo sensible a la calle, con la mirada entornada, los ojos enrojecidos y la cara estirada con todo el pelo recogido en un moñito sexy que me ha dado ahora por hacerme.
La gitana rumana que pide en la puerta del super me mira atolondrada, a ratos tiene calor y se quita la chaqueta, a ratos se la pone, a veces da patadas al aire con rabia y otras sonrie y camina nerviosa de arriba a abajo. Tranquilamente un negro con rastitas muy cortas, muy sereno y mirando al frente, ofrece un periódico que todos los negros ofrecen en las puertas de los supermercados de Madrid.
Tropiezo mientras ando, tengo la sensación de que todo el mundo se ríe de mi. Cruzo en rojo y casi me atropellan. Compro tabaco en el estanco. Voy mirando desvergonzado todas las caderas que pasan cerca de mí. Compro unas naranjas en la frutería que me convenció hace ya varios meses, los ojos color miel de la dependienta me sobrecogen, es muy bella. Sudamericana, quizá un poco más baja que yo, con treinta y tantos años a sus espaldas, probablemente casada y con hijos. Sueño con abrirle yo a ella mi frutería. Son sus ojos lo que me embaucan, no puedo evitarlo, es más que sexual, es cósmico. Me siento risueño, subo el volumen, y termino mi ruta comprando una barra de pan y un pack de seis voll-damm doble malta. Cervezas pontentes que, por supuesto, no me merezco.
Subo a casa, saltando los escalones de dos en dos. Con el estómago lleno del gran desayuno que me he zampado. Pensando ya en hacer la comida, un porrito, una cervezita. Continuo solo, no necesito a nadie más para montarme la fiesta.
Miro atrás en mi vida, y puedo recordar soledad. Ahora aquí, me siento como en medio de una gran corriente de energía, mucho absurdo, mucho moco repegado. Yo, sin apenas controlar lo que hago, me limito a ralentizar mi tiempo, derrocharlo, aprovecharlo a un ritmo lento. Me da igual, lo hago sin pensar, sin quererlo controlar. Como haya de ser, será. No cuento para nadie, no tengo a quien llamar. Todo el mundo esta inmerso en sus deberes cotidianos, en sus respectivos trabajos y estudios. Yo también participo de eso, tengo mi matrícula pagada, por supuesto, pero le saco menos partido del que mis padres quisieran. Tras confesiones varias por diferentes canales y personas, puedo también aquí asumirme una vez más como culpable de mi situación. “La fortuna se la crea uno mismo”. “Nadie viene a hacer las cosas por uno”. Sé todas esas cosas, al menos de memoria. No soy responsable, no valoro. Seguramente tú, lector ficticio, pantalla plana que me mira, también te estás hartado de mis autoflagelaciones. Aburro a cualquiera con este tono. Pero...
Ah! No son autoflagelaciones, soy un espeso, lo reconozco, no tengo prisa, eso ya lo he dicho. Dicho esto, solo añadir que no me importa, que haré las cosas como consiga encajarlas.

martes, 13 de diciembre de 2011

Noches decisivas


Noches decisivas, son aquellas en las que, a pesar de no hacer nada especial los astros me miran y me sonríen. Noches en las que aprendes algo relacionado con el paso del tiempo, algo que nadie puede parar. Noches en las que sientes como, aunque ya no puedes hacer aquello que tanto deseabas, al menos puedes comenzarlo sin importar si acabas o lo dejas a medias. Noches en las que tu cabeza llega a asimilar verdades ancestrales encerradas en el primer anillo que un gran árbol frente a ti plantado creó en su propio desarrollo, sin pensar en ti, pero que ahora, te sirve para levantar la vista al cielo e imaginar el imposible que no cabe en tu cabeza, y apenas en tu corazón. Noches en las que entiendes que no eres un ser avanzado, sino apenas un hombre de las cavernas, en las que aceptas el miedo que tienes al frío de la calle. En las que asumes que lo mejor que puedes hacer es sentarte delante de la pantalla de tu ordenador y pulsar teclas frenéticamente con el único humilde, a la par que pretencioso, objetivo de conectar astralmente con los seres de tu tiempo, con lo seres, si cabe, de todos los tiempos.
Así me sentía yo ayer por la noche cuando, embriagado por el vino barato volvía a creer de nuevo en mí. De nuevo acepto mi destino vigorosamente, planto los pies en el suelo a sabiendas de que, cuando quiera, puedo volar a alturas dementes y regresar de nuevo a tierra firme como una bala perfecta de cañón, que realiza un parábola igual de perfecta, ya que encierro el misterio de las matemáticas, de las matemáticas de las palabras, las matemáticas de los sentimientos.
A la mañana siguiente, tras haber dormido apenas cinco horas, vuelvo en mí antes de que el despertador me saque de mis sueños. No he tenido tiempo de soñar entre la nebulosa provocada por los efectos del vino. Sigo igual de embriagado que la noche anterior, una energía martilleante aprieta y tensa mi cabeza, como si mi masa cerebral se expandiese, como si no cupiesen mis pensamientos en mi limitada cabeza. Desayuno orgulloso y extrañado de mí mismo, y tras un leve momento de placer conjugado gracias al primer cigarrillo del día y los últimos tragos de un café aguado, salgo por la puerta de mi piso situado en el centro de Madrid. Solo, como cada día, me adentro en el subsuelo de esta triste urbe, como un zombie más me arrastro por el gran gusano eléctrico. Saco mi libro y tras sacudir de mi cabeza todos los pensamientos que me arrastran hacía patéticos delirios de grandeza, me zambullo en la sensibilidad de Proust, que me cuenta, en un fantástico pasaje, los recuerdos que puede conectar un trago de café con sabor a magdalena casera con todo un pasado que se vivifica intensamente en un solo instante. Él mismo, de forma incorpórea se traslada a tiempos que creía perdidos y con él, de su mano voy yo agarrado a través de sus palabras y mis ojos se humedecen de nuevo, a primera hora de la mañana, ante la indiferencia de mis congéneres más que acostumbrados a caminar en fila india, a mirar cogotes, a llorar, y llorar, pero siempre a solas, tristes seres egoístas que sienten pánico ante la idea de compartir sus lágrimas sentidas.
Mi vida es un horror, una losa, un temblor de manos ante un mundo que imagino inabarcable, inasible, inconcebible en mi aburguesada cabeza.
Regreso de mi centro de estudios abatido, incapaz de sonreír. De nuevo, no soy capaz de sentir nada que esté más allá de mi mocosa nariz. De nuevo el martilleo en mi cabeza, no ya por el efecto retardado del vino, un martilleo que yo a mi mismo me concedo, pura sugestión. Soy de nuevo un mártir, una víctima de mi tiempo, un viejo quejoso encerrado en un cuerpo joven y musculado, de finas líneas, de gruesos labios, de ojos tristes que miran tediosos entre la melena que se vence hacia mi cara. Veo mi reflejo, como cada día, en los diferentes espejos que el paisaje urbano me ofrece. Siempre la misma idea revolotea en mi cabeza, siempre el mismo sentimiento, siempre la misma ansiedad. Mi tiempo perdido, las cosas por hacer, el miedo a morir antes de tiempo, el miedo a tener miedo, la anulación sistemática de mi ser. El odio hacía ideas abstractas, la incapacidad de pensar más allá de lo que mis ojos ven, el miedo a no ser capaz de empatizar con mis seres queridos, con mis compañeros de vida.
Tras la comida, renegado, sin ganas de vivir, sin esperar nada de mi mismo, rozo el límite de mi alma sublime al tumbarme perezoso en el colchón de mi cama, con el ceño fruncido, con un agujero inconmensurable en el pecho, entre pezón y pezón peludo. Caigo dormido, suena el despertador y lo apago de un manotazo, vuelve a sonar y sistemáticamente reacciono de la misma manera. Mermo, una vez tras otra, el estado de vigilia que la vida exige. Sueño, y entre absurdo y absurdo, soy yo, viendo desde mis dos luceritos, el único ser del mundo, y lo que por ellos veo, imágenes difusas de mi película personal. Mi padre, su mejor amigo, vacaciones, sol, eucaliptos, melenas, las melenas de mis amigas, un coche en el que voy montado, que avanza a toda velocidad por la siberia extremeña, de nuevo mi piso de Madrid, de nuevo mi padre, su amigo, las bellas hijas de su amigo y yo, taciturno, incapaz de emitir sonido alguno. La vacaciones, aquellas vacaciones pérdidas coincidentes con la eclosión en mi alma, de una nueva configuración, que en el futuro se me revelaría como mi nuevo ser, algo más cercano a mi esencia, un ser algo más perfecto, más seguro, vigoroso, redundante en todo lo anterior y aun así brillante, envidiable. Nunca podré ser un toro, pero si al menos equilibrar mi balanza, calibrar el tiro, la trayectoria de la bala que atravesará el cráneo de los demonios que me atormentan.
Despierto ya anochecido, siento que no tengo nada que hacer, ninguna responsabilidad, una gran virtud que poseo, no veo aquello que no me interesa ver, una gran virtud que me hace chocar con muros reales que yo convierto en etéreos a través de mi mísera congoja. Mi gran virtud, mi contradictoria esencia, mi orgullo y mi cruz. Tengo, de hecho, los días contados, la realidad está ahí, y ella si que es un toro imbatible, me mira cara a cara con ojos fogosos, incendiarios, me zarandea... pero yo, no quiero, y cuando no quiero no hay más que hablar. Dejo mis ojos en blanco y mi baba caer desde mis labios resecos por el frío invernal. Preparo un café y un par de tostadas que unto con manteca de cacao. Engullo a grandes bocados y me pongo a buscar libros en internet que quisiera que mis padres me regalaran por navidad, nadie pensará en mi familia, ni entre mis amigos, que me merezco nada, pero yo, intento aprovechar la mecánica costumbre cristiana. Pediré libros que no tendré tiempo de leer, pero que si no leo, supondrán la mayor pesadumbre de mi alma. Hay que hacer lo que hay que hacer, y para hacerlo, hay que tener los elementos necesarios a mano. Y vuelve, y me revuelve de nuevo la cabeza la misma idea, tengo que escribir, a toda costa. Y me quema y me hastía el hecho de saber que no voy a hacerlo, ni hoy, ni mañana, ni en ningún futuro cercano. Apenas unas cuantas palabras, una aproximación a mi ser. Soy consciente del poder que porto, de la habilidad que los dioses me han concedido, conozco a tientas la esencia que albergo. Soy heredero de una estirpe oculta a la mirada de la historia. Soy pretencioso como mis verdaderos padres, y al igual que ellos, vivo solo, engañado y sin fiarme de nadie, vivo en la paranoia y acepto mi incapacidad para hacer nada en conjunto con nadie, la necesidad de hacer lo que tengo que hacer, con mis propias manos, solo con la fuerza de mi voluntad, siempre apoyado en incómodas aristas, siempre doblado, tronchando mi lomo, plegando mi cuerpo en miles de diferentes contorsiones, posturas imposibles que pagaré en vejez, si es que existe, o existirá, para mi, la vejez.
Salgo a la calle y camino rápido, con gran música desgarradora reventando mis tímpanos sin piedad hacia mi mismo. Camino separado del suelo por, al menos, un par de dedos, levitando, y según la intensidad de la música, por la que me deslizo como por un tobogán, caigo al barro espeso de los ritmos pesados y texturas duras que me golpean de fuera a adentro y rompen mi débil cascarón. Me siento violado por la música, me relajo y dejo que penetre en mi, que me desgarre las entrañas, ando obnubilado con la misma idea siempre revotando de un lado a otro de mi cerebro. Escribe, escribe, hijo de puta, escribe antes de morir.  

jueves, 3 de noviembre de 2011

Aun no he ardido, en consecuencia esta historia no está terminada


Estaba solo en casa. Hacía tres semanas que estaba aquí, pero yo soy una persona de tempo lento. Aun me estaba adaptando. En proceso, para ser exactos, de adaptación al medio. Era mi cuarto año estudiando fuera de casa (de la casa de mis padres), y todavía se me antojaba la vida sin mi familia como algo extraño, descompensado, incoherente. Como si no debiera ser así realmente, como si fuese forzar la realidad para que así fuera, pero realmente no el destino que yo me mereciera, que a mí me aguardara.
En unos de estos días, tranquilos, apacibles; cuando todavía no ha llegado el otoño, aunque según la hora del día comienza a dejarse su presencia. Llegué a casa de hacer algunos papeleos y operaciones burocráticas en relación a mis estudios. Conforme llegue abrí una lata de cerveza, de cerveza barata del supermercado. Ideal para la vida bajo el auspicio de las vacaciones permanentes.
Era ese el estadio en el que yo me encontraba mentalmente. Pero ya en el límite. Había estirado la cuerda lo suficiente como para que rodaran cabezas. Lo cierto es que no rodaron. Mis tres años anteriores no había dado mucho de mi. Y todavía me sentía rebelde. Me autoconsideraba como un pos-adolescente con suerte. Era cínico hasta el punto de afirmar que mis padres no tenían otra cosa en que gastar el dinero. Cogía el argumento orgulloso de mi padre encantado de pagarme mis estudios y lo utilizaba para reirme de su posición. Nunca le dije nada de esto a la cara. Como mucho me atrevía a vacilar y pavonearme delante mi amigo íntimo. Muy valiente era yo por entonces, como se puede notar. El tercer año había sido el peor, quizá todo fue degenerando cada vez más, tensándose poco a poco, pero tensándose en todo caso desde el principio. Conforme pasaba el tiempo más sentía que tenía que escapar de la situación en que me encontraba. Estaba estudiando una carrera que no me interesaba pero, ¿qué carrera podía interesarme a mí? Ninguna, cada vez fui odiando más la universidad, y la ciencia. Primero una cosa, y luego la otra. La universidad me decepcionó mucho a nivel cotidiano, yo nunca me preocupé demasiado de los funcionamientos internos, las estructuras, las maneras de mandar unos sobre otros ni nada por el estilo. Yo vivo en la cotidianidad. Tengo problemas con las perspectivas políticas y contrariamente disfruto con la historia. En realidad lo que ocurre es que disfruto con cualquier buena historia. Realmente es nefasto decir que la historia que nos enseñan sea una buena historia, al menos como es contada, pero en todo caso es una historia siempre genuina, aquello que sucedió, y cada vez te puedes acercar más a la actualidad, y siempre sabes que cuando te cuentan la historia se pierde mucho más de la mitad de la verdad.
En la universidad no se enseña nada, si vamos al caso, todo es pura pantomima. Si eres un adolescente interesado por el mundo, que se deja penetrar por la estimulación, que permite a su cuerpo vibrar ante la vida, en el instituto es fácil que empatices con profesores, que sientas cariño, calor, cercanía, deseo de empape mental. En la universidad no hay nada de esto. Y creo que yo nunca supere eso. Yo necesito, quizá no pasión, al menos no pasión reventada, saliendo a borbotones, porque eso acaba pareciendome teatrero, más bien, diría contenida, controlada; sincera, pero nunca desbocada. Y como decía, en la universidad no se enseña nada. El que pueda que coja algo, y la fuerza y el ímpetu quien lo tenga que lo saque, como si los desarrollos de las personas estuviesen finalizado, y los comportamientos, por tanto, fueran a permanecer estáticos, como si ya estuvieran determinado, sellados, como si ya no fuesen posibles nuevas configuraciones de las almas que estábamos allí presentes. Ahora me veo y casi diría que soy lo contrario de lo que fui, eso sería mentir, pero sin exagerar demasiado, me siento así.
A nivel de contenido, mi carrera si me atraía, al menos ratos, cuando conseguía empaparme sin ansiedad. Me costaba zambullirme en los textos, necesitaba un buen rato de calentamiento para estar a punto, con los latidos suficientes, los ojos relajados, los oídos pendientes de mi mismo, nunca del exterior, en definitiva, concentrado.
Por otro lado, la ciencia. Yo estudiaba ciencias sociales. En las ciencias sociales, de un tiempo para acá, y hace ya varias décadas, puede que más de un siglo, se asumió que no se podían establecer leyes universales. Hay demasiados cambios. Se intentaba observar la sociedad como si fuese un leopardo que se mueve por la sabana. El leopardo, por rápido que se mueva, si se le observa, se le filma, se estudia su estructura osea y muscular, sus comportamientos, su forma de supervivencia, ese puede saber mucho de él. Y lo que se sepa, aunque de vez en cuando puedan aparecer comportamientos y situaciones sorprendentes, queda registrado y no cambia. Los humanos no podemos hacer una fotografía de nosotros mismos en la que quede registrado todo lo que somos, y lo que vamos a ser, ni siquiera cosas básicas; no a nivel social y tampoco individual, psicológico, siendo estos palabros en realidad inseparables.
La aseveración de que era imposible establecer leyes universales infalibles no era en el fondo más que un primer paso en el razonamiento de que las ciencias sociales podían llegar al conocimiento, pero que este conocimiento, no tiene la misma estructura que el conocimiento de las ciencias naturales, como tampoco maneja el mismo tipo de verdades. Digamos que los aspectos de la realidad que tratan las ciencias sociales tienen que ver con sutilezas que están dentro de nosotros enmarcadas en los humanos. Es decir, que los científicos sociales son humanos que estudian humanos, a sus semejantes y a si mismos. El nivel de pretenciosidad que supone el hecho de intentar alumbrar los laberínticos túneles que el conocimiento plantea en este sentido es muy superior al de las ciencias naturales. No quisiera yo quitar mérito a las ciencias naturales, pues son inseparables de las ciencias sociales, en el sentido de que aquellas están desarrollas por humanos, e inevitablemente también son objeto de estudio de las ciencias sociales. Y, he aquí una gran clave: objeto de estudio. Estudio llevado a cabo por un sujeto. El siguiente paso en el alejamiento, distanciamiento, de una rama de la ciencia y otra, si es que esta segunda debe seguir llamándose ciencia, por aquello de las dificultades de llevar a cabo un método científico que no me levante las comisuras de los labios; el siguiente paso consiste en acabar con el dualismo sujeto-objeto. Hay que matar esa idea, superarla, por más duro que nos sea sobreponernos a ello. Aun predomina, aun se enseña en esos términos. Pero creo que la verdad está más cerca de la ida de que el otro soy yo, he incluso lo otro soy yo. Somos humanos, y de alguna manera somos todos el mismo humano en tanto en cuanto vivimos en el mismo mundo y nuestros antepasados vivieron en el mismo mundo y compartimos la esencia. Albergamos como seres vivos las misma potencia que los seres humanos que habitaban la tierra hace miles de años, somos lo mismo. Y de alguna manera, aunque pueda parecer más radical aun, también somos nuestro entorno, somos la naturaleza que nos rodea y, como seres infinitamente creativos y potentes, somos todas las modificaciones que hacemos en nuestro entorno. Nuestra alma no solo llega desde la punta de los dedos de nuestros pies hasta el extremo más alto de nuestro cabello sino que va más allá. Está en lo seres con los que nos relacionamos directamente, y está en los objetos con los que nos relacionamos directamente. Y esos objetos con los que nosotros nos relacionamos y también con las personas, en la vida diaria, albergan historias, desarrollos, procesos de cambio, evolución. Es todo un gran amasijo intrincado a más no poder, de vida. Energía en constante movimiento, movimiento hasta ahora, y por lo que yo sé, imparable. No sé a donde puede llegar la sociología si se libera y se abre en su manera de acercarse al mundo.
Lo que yo sentí fue que todo era una pantomima. Y conforme más consciente era de ello más angustiado me sentía, por tener que vivir en un mundo de semejantes características. Yo, reclamando a pleno pulmón pureza, y mi alrededor cortándome la cara como una fría cuchilla de afeitar. Nunca pensé... si este es el mundo en el que tengo que vivir, prefiero morir. Nunca podrán hacer los malos de la vida algo tan feo como para que yo me suicide. No significa esto que no me pareciese lo que mis ojos veían un grado mediocre y mojigato de sentir...

miércoles, 2 de noviembre de 2011

enero 2011. La revelación del poder, y con él, los delirios de grandeza.


Su obra solo podía ser de una forma, grandiosa.
La formulación de la ley de levitación universal.
Se imaginaba su propia obra concluida, se la imaginaba enteramente acabada, intocable, incapaz de aceptar modificación alguna. Se imaginaba a si mismo sentado frente a ella, y ella mirándole, como en la lejanía, como a millones y millones de kilómetros. Finalmente se imaginaba a sí mismo suicidándose tras poner el punto final, al sella para siempre el cofre en el que había guardado íntima y escrupulosamente todos sus afanes, tribulaciones, alegría y desengaños.
Llegó a este ilusorio derrotero mental cuando entendió que era todo cuestión de pensar en imágenes. Sentía su propia mente como un filón a cielo abierto, como una herida abierta y sangrante de la que goteaban incesantemente recuerdos grabados a fuego en su retina.
Perdió el miedo. Solía ocurrirle antes que que le rondaban angustias y desesperaciones, forjadas bajo la creencia de que era necesario vivir mucho más y leer todos los libros posibles, para nutrirse de imágenes, símbolos e iconos que diesen coherencia a lo que quisiera contar. Pero, progresivamente, conforme fue escribiendo, entendió que no era así, que estaba cargado y era necesario escribir, escribir sin descanso, hasta la extenuación, para vaciarse, para dejar espacio, para poner un lienzo nuevo en el caballete y cambiar de paso los colores, las técnicas y el espíritu mismo con que se abriría al mundo y el mundo a él. De tal manera solo habría que seguir respirando y soplando al fuego que en su interior ardía cual lengua de espíritu santo. Fuego que era su vida, alimentada y sostenida por cada nueva bocanada, latido y salida matutina del gran astro, entre robustas moles de piedra y metal. Razón suficiente para no hacer nada más que sentir, ,escribir, y bailar alrededor de la ardiente hogera.

martes, 1 de noviembre de 2011

CLARIDAD


Estoy enamorado. ¡Y de que manera! Solo me interesa escribir en estados de exaltación anímica. Es cuando saco lo mejor de mi. Y en muchas ocasiones vuelo tan alto, tan frenéticamente, que no soy capaz de parar. De serernarme, sentarme delante del papel y escribir con rabia, pero sobre todo con fluidez.
Es imposible dejar nada claro, transmitir, impactar, sino tiene uno control, medida, sobre su propia fuerza. No sirve de nada ser potencia si no se sabe apretar el conmutador que hace llegar la electricidad a la bombilla incandescente que brilla e ilumina mi azotea. O más bien, se necesita algún tipo de control, una aduana para las ideas, los pálpitos, el frenesí, una presa que frene los descontrolados latidos de mi corazón.
¡Y es que ando enamorado! Llevo semanas en este estado y aun no lo había escrito con tanta franqueza. No me atrevía a reconocerlo ante mi mismo, en mi fuero interno. Por mucho que pueda alardear de sinceridad delante de otros, como cualquiera, conmigo mismo me hago el duro. Aunque me cague de miedo aprieto el culo (controlando siempre que no reviente la almorranilla maltratada con el whiski del talego) De hecho, incluso diría que la clave de mi sinceridad final conmigo mismo está en la almorrana. Es ella la que me dice: estas maltratandote, no lo quieres ver, ¡míralo! Lo tienes hay delante, ¡no lo esquives!. Y así, termino por aceptar. Las pulsaciones bajan de frecuencia, se esparcen en el tiempo. Los pelos de mis brazos dejan de estar erizados y mis pupilas se cierran hasta llegar a su punto ideal.
En este amor en el que vivo ahora aprendo muchas cosas. No tengo al sujeto de mi deseo cerca de mí. Es la primera vez en mi vida que me pasa esto. ¡Es nuevo! Y no tengo ningún tipo de dudas sobre los sentimientos de ella hacia mi. Ando tranquilo. Lo que me lleva semanas perturbando es el hecho de tener que vivir tan lejos, y no poder sacarme su imagen de mi mente. Soñar con ella. Hablar con ella cada día, recordar de nuevo la distancia. Y ha habido días en que no lo soportaba. Contaba las horas, pasaban con lentitud, como caen las gotas de un grifo mal cerrado. Una gota de dolor a cada hora, cada hora que lentamente pasa, como la lágrima que cae por mi cara compungida cuando soy incapaz de sobreponerme a la realidad.
Con el paso de los días lo he ido aceptando. Tengo muchas cosas que hacer en esta vida. Soy joven, y comienzo a sacar de mi cosas que -joder, volviendo a la sinceridad-, aunque sabía que estaban dentro de mi, no era capaz de formular en mi mente, darles forma vital para sacarlas de mi. Para brillar y que los demás pudieran disfrutar de mi energía tanto como yo la lloraba. Es simétrico el dolor de no poder expresar cuando se sabe uno lleno de sabiduría heredada genéticamente de los ancestros, a la alegría de sacarlo todo. La alegría de darle un bofetón a un amigo con rabia, para mostrarle nuestro intenso parecer sobre sus errores, es equivalente a recibir un buen zarandeo por un buen amigo, cuando uno está perdido y necesita que lo saquen de sopetón de su estado hediondo, obnubilado.
Así que, por decirlo así, he descubierto la rueda. Ya solo fluyo, sin miedo. Desarrollé el freno antes que la rueda, y es más difícil -ya se sabe- calibrar el freno que hacer rodar la rueda. Ser un maestro del freno es un lastre, es morir. Es perder el rodaje, olvidarlo, es construirse un sepulcro, estático, parado, quieto, muerto. Solo rodando se vuelve al mismo punto dos veces, y siempre diferente. La grandeza del presente reside en que siempre es diferente, nuevo. Cada momento es genuino. Aprendemos, avanzamos, pero todo es siempre acción. Siempre somos falibles. Y el entorno cambia, y nuestro cuerpo cambia. Todo el contexto en si mismo varía en proporciones desmesuradas. Aun así, acumulamos sabiduría, práctica y teórica, sobre un mundo que nunca es el mismo pero que siempre vuelve al mismo punto. Es paradójico, y asumir esta idea es el primer paso para aceptar la violación, el error, el desastre, en general, el mal, como uno de nuestros grandes instructores. Disfruto porque sufro, deseo por que estoy vivo, y sufro porque deseo, y finalmente, disfruto nuevamente sufrir, porque... si la vida es la administración de la duda... ¿Qué es la duda?
La duda es indecisión en relación a algo. Qué deseas. Porqué sufres. Para qué vives.
Esa es la gran duda. Pero si solo dudas, si no superas mediante la acción el freno a la misma, es decir, si no superas la duda al respecto de qué quieres hacer ahora, en este infinito presente, solo sufres. Solo se aprende a gestionar el deseo mediante el sufrimiento, superando la duda mediante la acción. ¡Elige y hazlo al mismo tiempo!

lunes, 24 de octubre de 2011

El comienzo del otoño.

El ambiente está cargado de tensión. No es una tensión que se acumule, por el contrario se desprende y descarga continuamente. Nos miramos los unos a los otros y nos sabemos mirados, nos escuchamos e intentamos entendernos sin mucho esfuerzo. Cuando no resulta, no resulta, y no hay problema. Veo la energía saltar en forma de chisporroteos cada vez que chocamos suavemente, con los marcos de las puerta, las mesas y las sillas. Sale volando la comida y es devuelta siempre al plato del que procedía, no hay perdida. No se acumula tensión. La hay, pero está en constante liberación, tenemos mucha, mucha, mucha. Nos violamos, con la mirada, cuando el otro está de espaldas, con palabras, escritas en la pared, nos manifestamos, no tenemos vergüenza, no hay tensión, se desprende sin parar.
Las cosas están bien, el otoño ha llegado de golpe, el cielo se ha encapotado, todo es gris y llueve, llueve sin parar. Es lo mejor que podía pasar, el cambio ya estaba tardando en manifestarse, estamos en la última semana de octubre. Ahora llevo mi jersey rojo casi granate, que me hizo mi madre a mano, de lana gorda. Es acolchado, se estira, se amolda a mi forma. Me quiere la lana y yo ronroneo dentro de ella.
Ando en una constante futurización de mi vida, me cuesta asimilar el pasado más reciente, conforme sucede se me olvida, de nuevo miro adelante y así no aprendo. De nuevo choco contra lo que ayer choqué. Repito los patrones por no ser capaz de parar a reflexionar. Pero no hay pérdida, no hay miedo, ya esta todo pactado con el diablo. Solo falta creencia, el pacto ha sido telepático y nunca he tenido al diablo frente a mi, nunca nos hemos mirado cara a cara. Aun así, sé que está ahí, solo que aun lo obvio.


Hemos comido como cabrones. El tiempo se ha parado, ahora es imposible pensar, no hay nada que pensar... el estomago está trabajando. El ritmo sigue sonando en mis oidos, Brasil, tierra húmeda. ¡Quien fuera a allí! Me olvidaría de todo. Eso si que sería parar el tiempo. Hoy, parece que estamos en Brasil. Todos adormilados.


 
Ahora ya no me reconozco. No sé hace cuanto entré en esta habitación, me siento aquí encerrado y a la vez no quiero salir. No paro de comer y de fumar, acumulo tensión en mi sesera. Estoy apático, necesito actividad pero no la provoco, espero a que el ambiente me azote. Espero a que llegue de nuevo la tormenta, mientras tanto, aquí agazapado mato el tiempo, espero. Espero verte pronto. Tengo la insaciable necesidad de verte y tocarte y sé, en el fondo asumo, que no te voy a ver. Y te asumo lejos, inalcanzable en la distancia. Y también tengo miedo de cansarme de esperar, temo liberar la tensión, por no ser capaz de soportarla. Estoy embotado, con los ojos hinchados de mirar la pantalla de mi ordenador, de leer y leer páginas del libro que tengo entre manos. Harto de estar sentado, plegado, en mil posturas diferentes, harto de toser, quedarme frío, adormecerme a cualquier hora, esperando, esperando. ¿Qué es lo que estoy esperando? Recuerdo, de nuevo choco contra el suelo. De nuevo, no me queda más remedio que ser humilde, ser sincero conmigo mismo. Te fuiste, y me llevaste contigo, y aquí solo queda mi cuerpo anhelante. Me llevaste como lleva el caracol su casa a cuestas. Y yo soy solo la baba que se quedó pegada en las aceras de la gran ciudad ruidosa y dormida. Te recuerdo y con ello me disipo, dejo de ser, me siento calentito dentro de tu cabeza, soy más en tu cabeza, como recuerdo, como anhelo, como necesidad, como amor, cariño y pasión. Que aquí en mi presente, anonadado, inexpresivo, acobardado, incapaz de mover mi cuerpo, de gestionar mi energía, de ejercer mi voluntad.
Incapaz de sacar nada de mí, me tanteo una y otra vez, inevitablemente. Busco cobijo entre las páginas de los libros que me apasionan, me escabullo de la realidad en palabras de otros, en palabras de muertos. Siguen pasando los coches, la gran hilera de coches y todo tipo de vehículos que suben por la avenida, desde el río, y más allá, y más allá aun. Abren y cierran los comercios. Antes o después, con el movimiento del viento me muevo yo. Me veo impulsado, no puedo estar aquí parado mucho más tiempo. Hay cosas que hacer, sé que hay cosas que hacer, pero me limito a verlas pasar. Y no pasa ni la mitad de lo que debería. Hay una nebulosa en mi cabeza. Necesito que salga el sol para poder pensar. Es como si me hubieran clavado un trozo de metal en mitad del cráneo, ocupa un espacio esencial para mi. No puedo pensar, olvido lo que me había propuesto hacer. Pierdo la noción del tiempo y sigo aquí, de nuevo y siempre aquí, aquí presente pero enajenado. Siempre presente y fuera de mi. Meditabundo, con dolor de cabeza, lloriqueando en soledad, incapaz de alzar la voz por encima de mis pensamientos. Callado, como un libro cerrado. Esquivo conversaciones, declaraciones, historietas, sentimientos, reyertas de todo tipo, bromas e insultos, y reconciliaciones. Estoy anulado. Lo que yo no haga no sucederá, y no sucede nada pues estoy aquí tronchado, infectado de una irrefrenable pasividad.
Mañana será otro día. Algo sucederá, todo, de nuevo empezará a girar, ¡Qué empieza ya! Y que me arrastre, necesito que el tiempo y el espacio se organicen de nuevo a mi favor, que me vapulen y me arrastren como al jinete herido atado de una pierna a su caballo desbocado.