martes, 13 de diciembre de 2011

Noches decisivas


Noches decisivas, son aquellas en las que, a pesar de no hacer nada especial los astros me miran y me sonríen. Noches en las que aprendes algo relacionado con el paso del tiempo, algo que nadie puede parar. Noches en las que sientes como, aunque ya no puedes hacer aquello que tanto deseabas, al menos puedes comenzarlo sin importar si acabas o lo dejas a medias. Noches en las que tu cabeza llega a asimilar verdades ancestrales encerradas en el primer anillo que un gran árbol frente a ti plantado creó en su propio desarrollo, sin pensar en ti, pero que ahora, te sirve para levantar la vista al cielo e imaginar el imposible que no cabe en tu cabeza, y apenas en tu corazón. Noches en las que entiendes que no eres un ser avanzado, sino apenas un hombre de las cavernas, en las que aceptas el miedo que tienes al frío de la calle. En las que asumes que lo mejor que puedes hacer es sentarte delante de la pantalla de tu ordenador y pulsar teclas frenéticamente con el único humilde, a la par que pretencioso, objetivo de conectar astralmente con los seres de tu tiempo, con lo seres, si cabe, de todos los tiempos.
Así me sentía yo ayer por la noche cuando, embriagado por el vino barato volvía a creer de nuevo en mí. De nuevo acepto mi destino vigorosamente, planto los pies en el suelo a sabiendas de que, cuando quiera, puedo volar a alturas dementes y regresar de nuevo a tierra firme como una bala perfecta de cañón, que realiza un parábola igual de perfecta, ya que encierro el misterio de las matemáticas, de las matemáticas de las palabras, las matemáticas de los sentimientos.
A la mañana siguiente, tras haber dormido apenas cinco horas, vuelvo en mí antes de que el despertador me saque de mis sueños. No he tenido tiempo de soñar entre la nebulosa provocada por los efectos del vino. Sigo igual de embriagado que la noche anterior, una energía martilleante aprieta y tensa mi cabeza, como si mi masa cerebral se expandiese, como si no cupiesen mis pensamientos en mi limitada cabeza. Desayuno orgulloso y extrañado de mí mismo, y tras un leve momento de placer conjugado gracias al primer cigarrillo del día y los últimos tragos de un café aguado, salgo por la puerta de mi piso situado en el centro de Madrid. Solo, como cada día, me adentro en el subsuelo de esta triste urbe, como un zombie más me arrastro por el gran gusano eléctrico. Saco mi libro y tras sacudir de mi cabeza todos los pensamientos que me arrastran hacía patéticos delirios de grandeza, me zambullo en la sensibilidad de Proust, que me cuenta, en un fantástico pasaje, los recuerdos que puede conectar un trago de café con sabor a magdalena casera con todo un pasado que se vivifica intensamente en un solo instante. Él mismo, de forma incorpórea se traslada a tiempos que creía perdidos y con él, de su mano voy yo agarrado a través de sus palabras y mis ojos se humedecen de nuevo, a primera hora de la mañana, ante la indiferencia de mis congéneres más que acostumbrados a caminar en fila india, a mirar cogotes, a llorar, y llorar, pero siempre a solas, tristes seres egoístas que sienten pánico ante la idea de compartir sus lágrimas sentidas.
Mi vida es un horror, una losa, un temblor de manos ante un mundo que imagino inabarcable, inasible, inconcebible en mi aburguesada cabeza.
Regreso de mi centro de estudios abatido, incapaz de sonreír. De nuevo, no soy capaz de sentir nada que esté más allá de mi mocosa nariz. De nuevo el martilleo en mi cabeza, no ya por el efecto retardado del vino, un martilleo que yo a mi mismo me concedo, pura sugestión. Soy de nuevo un mártir, una víctima de mi tiempo, un viejo quejoso encerrado en un cuerpo joven y musculado, de finas líneas, de gruesos labios, de ojos tristes que miran tediosos entre la melena que se vence hacia mi cara. Veo mi reflejo, como cada día, en los diferentes espejos que el paisaje urbano me ofrece. Siempre la misma idea revolotea en mi cabeza, siempre el mismo sentimiento, siempre la misma ansiedad. Mi tiempo perdido, las cosas por hacer, el miedo a morir antes de tiempo, el miedo a tener miedo, la anulación sistemática de mi ser. El odio hacía ideas abstractas, la incapacidad de pensar más allá de lo que mis ojos ven, el miedo a no ser capaz de empatizar con mis seres queridos, con mis compañeros de vida.
Tras la comida, renegado, sin ganas de vivir, sin esperar nada de mi mismo, rozo el límite de mi alma sublime al tumbarme perezoso en el colchón de mi cama, con el ceño fruncido, con un agujero inconmensurable en el pecho, entre pezón y pezón peludo. Caigo dormido, suena el despertador y lo apago de un manotazo, vuelve a sonar y sistemáticamente reacciono de la misma manera. Mermo, una vez tras otra, el estado de vigilia que la vida exige. Sueño, y entre absurdo y absurdo, soy yo, viendo desde mis dos luceritos, el único ser del mundo, y lo que por ellos veo, imágenes difusas de mi película personal. Mi padre, su mejor amigo, vacaciones, sol, eucaliptos, melenas, las melenas de mis amigas, un coche en el que voy montado, que avanza a toda velocidad por la siberia extremeña, de nuevo mi piso de Madrid, de nuevo mi padre, su amigo, las bellas hijas de su amigo y yo, taciturno, incapaz de emitir sonido alguno. La vacaciones, aquellas vacaciones pérdidas coincidentes con la eclosión en mi alma, de una nueva configuración, que en el futuro se me revelaría como mi nuevo ser, algo más cercano a mi esencia, un ser algo más perfecto, más seguro, vigoroso, redundante en todo lo anterior y aun así brillante, envidiable. Nunca podré ser un toro, pero si al menos equilibrar mi balanza, calibrar el tiro, la trayectoria de la bala que atravesará el cráneo de los demonios que me atormentan.
Despierto ya anochecido, siento que no tengo nada que hacer, ninguna responsabilidad, una gran virtud que poseo, no veo aquello que no me interesa ver, una gran virtud que me hace chocar con muros reales que yo convierto en etéreos a través de mi mísera congoja. Mi gran virtud, mi contradictoria esencia, mi orgullo y mi cruz. Tengo, de hecho, los días contados, la realidad está ahí, y ella si que es un toro imbatible, me mira cara a cara con ojos fogosos, incendiarios, me zarandea... pero yo, no quiero, y cuando no quiero no hay más que hablar. Dejo mis ojos en blanco y mi baba caer desde mis labios resecos por el frío invernal. Preparo un café y un par de tostadas que unto con manteca de cacao. Engullo a grandes bocados y me pongo a buscar libros en internet que quisiera que mis padres me regalaran por navidad, nadie pensará en mi familia, ni entre mis amigos, que me merezco nada, pero yo, intento aprovechar la mecánica costumbre cristiana. Pediré libros que no tendré tiempo de leer, pero que si no leo, supondrán la mayor pesadumbre de mi alma. Hay que hacer lo que hay que hacer, y para hacerlo, hay que tener los elementos necesarios a mano. Y vuelve, y me revuelve de nuevo la cabeza la misma idea, tengo que escribir, a toda costa. Y me quema y me hastía el hecho de saber que no voy a hacerlo, ni hoy, ni mañana, ni en ningún futuro cercano. Apenas unas cuantas palabras, una aproximación a mi ser. Soy consciente del poder que porto, de la habilidad que los dioses me han concedido, conozco a tientas la esencia que albergo. Soy heredero de una estirpe oculta a la mirada de la historia. Soy pretencioso como mis verdaderos padres, y al igual que ellos, vivo solo, engañado y sin fiarme de nadie, vivo en la paranoia y acepto mi incapacidad para hacer nada en conjunto con nadie, la necesidad de hacer lo que tengo que hacer, con mis propias manos, solo con la fuerza de mi voluntad, siempre apoyado en incómodas aristas, siempre doblado, tronchando mi lomo, plegando mi cuerpo en miles de diferentes contorsiones, posturas imposibles que pagaré en vejez, si es que existe, o existirá, para mi, la vejez.
Salgo a la calle y camino rápido, con gran música desgarradora reventando mis tímpanos sin piedad hacia mi mismo. Camino separado del suelo por, al menos, un par de dedos, levitando, y según la intensidad de la música, por la que me deslizo como por un tobogán, caigo al barro espeso de los ritmos pesados y texturas duras que me golpean de fuera a adentro y rompen mi débil cascarón. Me siento violado por la música, me relajo y dejo que penetre en mi, que me desgarre las entrañas, ando obnubilado con la misma idea siempre revotando de un lado a otro de mi cerebro. Escribe, escribe, hijo de puta, escribe antes de morir.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario