Su obra solo podía
ser de una forma, grandiosa.
La
formulación de la ley de levitación universal.
Se
imaginaba su propia obra concluida, se la imaginaba enteramente
acabada, intocable, incapaz de aceptar modificación alguna. Se
imaginaba a si mismo sentado frente a ella, y ella mirándole, como
en la lejanía, como a millones y millones de kilómetros. Finalmente
se imaginaba a sí mismo suicidándose tras poner el punto final, al
sella para siempre el cofre en el que había guardado íntima y
escrupulosamente todos sus afanes, tribulaciones, alegría y
desengaños.
Llegó
a este ilusorio derrotero mental cuando entendió que era todo
cuestión de pensar en imágenes. Sentía su propia mente como un
filón a cielo abierto, como una herida abierta y sangrante de la que
goteaban incesantemente recuerdos grabados a fuego en su retina.
Perdió
el miedo. Solía ocurrirle antes que que le rondaban angustias y
desesperaciones, forjadas bajo la creencia de que era necesario vivir
mucho más y leer todos los libros posibles, para nutrirse de
imágenes, símbolos e iconos que diesen coherencia a lo que quisiera
contar. Pero, progresivamente, conforme fue escribiendo, entendió
que no era así, que estaba cargado y era necesario escribir,
escribir sin descanso, hasta la extenuación, para vaciarse, para
dejar espacio, para poner un lienzo nuevo en el caballete y cambiar
de paso los colores, las técnicas y el espíritu mismo con que se
abriría al mundo y el mundo a él. De tal manera solo habría que
seguir respirando y soplando al fuego que en su interior ardía cual
lengua de espíritu santo. Fuego que era su vida, alimentada y
sostenida por cada nueva bocanada, latido y salida matutina del gran
astro, entre robustas moles de piedra y metal. Razón suficiente para
no hacer nada más que sentir, ,escribir, y bailar alrededor de la
ardiente hogera.
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