viernes, 22 de marzo de 2013

Mi soledad es la de siempre, la compañía una recompensa para los fuertes.


Por fin consigo salir de casa. Propulsado hacía ningún sitio. Cojo los cuatro instrumentos básicos para moverme por el barrio: llaves, movil, cartera y una papelote con unas pseudotareas. Bajo las escaleras y me paro en el interior del portal, entre dos espejos paralelos que causan el efecto de multiplicación infinita. Me paro porque quiero ver mi estampa en tercera persona. Zapatillas de montaña un poco carcomidas, viejo pantalón corto deportivo, abrigo de pluma, la cabeza enfundada en la capucha de la sudadera que llevo debajo. La cara llena de pelos, los párpados pesados y mis movimientos torpes. El hachís de la mañana atenta contra la productividad del resto del día, del resto de mi vida. La soledad me carcome en silencio, y yo rumio como un venado a la sombra. Mi cabeza está viciada y por eso huyo desamparando, los muros de mi piso se me echan encima, blancos, rugosos, sus irregularidades se me antojan senderos intransitables. La civilización muda que se asienta en los rincones donde se acumula el polvo me mira amenazante. Hay cierta opresión en mi ser. Mi estampa en los espejos paralelos es algo en lo que es mejor no reparar más tiempo del debido. Toda la parte superior de mi cuerpo queda abultada por el abrigo de pluma negro. Mi semblante es inestable, pero rudo; turbio, pero firme. Soy un ser cerrado, abierto solo y en exclusiva para las personas verdaderamente importantes. Soy un prejuicioso, prefiero dar miedo antes de que me lo den a mi.
En mis pies las zapatillas de montaña me hacen danzar a zancadas por el asfalto, disfruto del aire fresco que balancea los pelos de mis pantorrillas, es buen tiempo casi siempre el de la mañana. Me acerco al banco a sacar dinero. Me toca esperar mientras otra persona termina sus operaciones. Vuelvo a mirarme en el reflejo de los cristales oscurecidos que conforman la fachada de la sucursal. Mi turno, compruebo el saldo, todo está bien, mejor de lo que esperaba incluso, aunque tengo deudas que aun no he pagado, como siempre. Estoy ahorrando, entre vicios, guardo billetes en un libro titulado El suicidio, en el capítulo El suicidio altruista. Siento que así llevo mejor la cuenta del dinero que guardo para el futuro, los billetes son palpables y contables. Por el barrio solo voy a gastar cuatro duros en alimentos, quita-esmalte, algodón en discos para quitar el maquillaje y una esponja para la ducha. Antes de nada me encamino hacía la biblioteca municipal, la que cae más cerca de mi casa. Voy con una idea clara, coger Rayuela de Julio Cortázar. Por el camino se me cruzan coches, yo avanzo pensativo por las calles grises, dejo vagar los pensamientos, observo a los viejos, sostengo sus miradas. Párpados enrojecidos y caídos, abrigos de visón, peinados de rulos y laca. El peso de los años patetiza el mantenimiento de las formas. La vida es degradante, decrépita. El tiempo es irrefrenable y siempre tiendo a imaginar cómo me verán desde el otro lado de la misma época. Nuestra confluencia en el mismo tiempo es casual, asimétrica, parte inevitable de nuestros sinos.
Llego a la biblioteca, un bloque de ladrillos con grandes ventanales tapados con cortinas de oficina. Un edificio poco vistoso, casi más sumergido en la tierra que emergido de la misma, encajonado entre grandes edificios de viviendas apiñadas, una zona tranquila y poco transitada. Consulto las obras de Cortázar y me llevo Rayuela y de paso un libro de relatos del mismo autor. Paso por el mostrador donde hay un chico, una chica y un señor más mayor cuya cara me suena de otras ocasiones. Las dos personas jóvenes se me antojan demasiado jóvenes, ni siquiera parecen universitarios en prácticas, pero quizá soy yo el desfasado y desorbito las cifras que manejo en mis cálculos curiosísticos sobre sus edades.
No le doy la mayor importancia al misterio, salgo de la biblioteca y me encamino al supermercado. Hace rato que llevo el abrigo debajo del brazo, no hace tanto frío como yo creía, ahora es una carga de calor innecesaria. Callejeo, subo algunas escaleras que desnivelan ciertos puntos escondidos de la ciudad, sigo esquivando viejos, olisqueo los parques por los que paso. Reflexiono, como de costumbre, sobre mi situación. Me veo caminando casi por caminar, me veo fuerte, desaprovechado, pienso en el trabajo, en el sentido de mi vida... en lo trillado de los caminos que recorro. El barrio, mi barrio de los último año, mi Madrid, tranquilo y lento.
El supermercado está a rebosar, hay más gente dentro que en todas las calle de alrededor. Los pasillos son estrechos, la gente choca, murmura y masculla palabras cobardes que van al aire, achaques, desorientaciones y torpezas. Hay prisa por llegar a ningún lado. Yo me acelero como contagiado. Paro en el pasillo de los cosméticos. El guarda de seguridad tontea con una chica uniformada que repone los productos. Él es guapo, fuerte, atlético, camina tranquilo, erguido y ronda cada tanto a la chica desatendiendo el resto del espacio, quizá la chica está compinchada con los cacos. Ella realiza su trabajo a la vez que habla con él, le sonríe, le cuenta vanalidades, su cuerpo se esconde bajo el uniforme del supermecado. Su cara reluce sobre el cuello de la camisa, lleva el pelo recogido en una coleta de pelo castaño. Su mandíbula, sus pómulos, son finos y delineados, es guapa de verdad, atractiva. Solo pienso en robar mientras están distraídos, pero no lo hago, en lugar de eso pienso en ellos dos fornicando a escondidas en el almacén. Sin buscarlo apenas salgo de mi barullo mental (llevo un rato subiendo y bajando el pasillo sin encontrar lo que busco), interrumpo su flirteo para preguntarle a ella. Lo encuentro y sigo caminando entre los pasillos a ver si se me ocurren más cosas para llevarme a casa. Pienso que el segurata me vigila, quizá es solo mi sensación, yo hago como que no le veo todo el rato, hago como que no existe, me incomoda.
Al salir del supermercado camino calle abajo hasta llegar a mi frutería preferida. La llevan una familia de origen árabe. Compro cuatro kilos de naranjas, dos kilos de plátanos y un pan redondo. Todo tiene precios golosos para mi. He copiado un comportamiento de Marina. Sus zumos. Compro fruta en cantidades desmesuradas para lo que es mi costumbre. Cada mañana exprimo naranjas y bato el zumo con plátanos, ocasionales kiwis y yogur natural de kefir. Para estar energético y con la mente despejada. La frutería, como siempre, está abarrotada, no para de entrar y salir gente. Los plátanos hay que seleccionarlos cuidadosamente porque los baratos están golpeados o demasiado maduros, a medio euro el kilo. Se me cuelan por los oídos conversaciones de las viejas comentaristas de una rutina sin sabor. Mi sabor ya lo tienen mis batidos energéticos.
De vuelta en casa empiezo a preparar una gran ensalada para comer ligero con Bea antes de que ella se vaya al trabajo. Aun así me entra el soponcio, y el café es un arma muy poco efectiva. La soledad me sigue carcomiendo. Veo imágenes distorsionadas, como cuando se abren los ojos debajo del agua, no controlo del todo las distancias, hay un poso tóxico que el caudal del río de mis pensamientos deja repegado en mi cabeza al pasar entre los surcos de mi cerebro. Siento un torpe fluir, como si caminara recién salido del huevo, aun con trozos de cáscara pegados a la espalda. A veces las miradas parecen asesinas, las sonrisas forzadas, los gestos esquivos... me siento “fuera de”, como en medio de un torrente, solo estar atado a este cabo me salva y centro toda mi atención en no soltarlo. Me olvido de mi mismo, casi suelto por momentos el cabo, la corriente es brava y trata de arrastrame, estoy calado hasta los ojos, llenos estos de barro, y no suelto el cabo. Oigo gritos de desesperación, enmudecidos, aplacados en forma de arrugas y símbolos de tiempos pasados. Mi soledad es la de siempre, la compañía una recompensa para los fuertes.

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